por Matt Groening
(New Yorker, 20 de diciembre de 1993)
Frank Zappa, que murió la semana pasada, a la edad de cincuenta y dos, se convirtió en mi héroe en 1966, cuando yo tenía doce: cogí su primer LP, "Freak Out!" de los Mothers of Invention de un cajón de una tienda de variedades en mi ciudad, Portland, Oregon. El álbum era difícil y perturbador, y su alegre simulación de rock and roll daba calor a mi retorcido corazón preadolescente. El propio Zappa rezumaba sarcasmo, con ese mostacho caído y la pequeña perilla, y las notas de "Freak Out!" comenzaban: "Nací en Baltimore, Maryland, el 21 de diciembre de 1940, y crecí en California. Soy un músico y compositor autodidacta, bla, bla, bla." Estaba enganchado.
Zappa nos puso a mí y a todos mis amigos la banda sonora a una adolescencia de marchas anti-guerra y buscando-hamburguesas. Cada nuevo disco —desde "Absolutely Free" (con esa letra tan emocionante: "Sólo tiene trece años y ya sabe hacer guarrerías") hasta "The Yellow Shark"— ha sido un acontecimiento, saboreado con los auriculares durante cientos de escuchas para buscar bromas internas y mensajes secretos. Nunca olvidaré estar tumbado en el bajo a las 2 de la mañana, directamente debajo del dormitorio de Homer y Marge, escuchando "Sleeping in a Jar": "Es medianoche, y tu mamá y tu papá están durmiendo... durmiendo... durmiendo en una jarra... (La jarra está debajo de la cama)". Era espeluznante.
Hace dos años, conocí a todo el clan Zappa: Zappa y su esposa, Gail; sus hijos, Moon Unit, Dweezil, Ahmet, y Diva; sus mascotas, Doggus y un gato siamés parecido a una araña llamado el Gweech. Son una familia afectuosa y relajada, y todos comparten el ingenio perplejo y sin censura que era central en la personalidad de Frank. Por entonces, se rumoreaba mucho con la triste noticia de que tenía cáncer de próstata. Zappa podía ser franco sobre su enfermedad cuando quería, pero mayormente parecía dedicarse a las cosas que realmente le absorbían: su trabajo y su familia. Una típica visita a Zappa podría empezar con una larga sesión de escucha de trabajos varios en progreso, seguido de un visionado de un vídeo de rock de Dweezil y Ahmet; normalmente terminaba con una pizza en la cocina. Algunos músicos se dejaban caer para que sus instrumentos fueran sampleados para la vasta librería de sonidos del Synclavier de Zappa, los vecinos aparecían para tomar margaritas y charlar; y una corriente continua de periodistas apuntando micrófonos a Frank y haciendo preguntas molestas. Zappa no tenía nada de esa puesta en escena de ansias de complacer de muchas celebridades, ni se dejaba llevar por la ilusa arrogancia de héroe de la guitarra de rock and roll. Recientemente, sus comentarios se caracterizaron por una seriedad inusual incluso para sus propios estándares cerebrales. Siempre echaré de menos su presencia inspiradora.
Pocos momentos de mi vida han sido tan electrizantes como una tarde la última primavera sentado en el tenuemente iluminado sótano de Zappa en Laurel Canyon escuchando por primera vez "N-Light", una obra maestra de Synclavier de veintitrés minutos en la que había estado trabajando durante algo así como cinco o diez años (no se acordaba cuándo la había empezado). "N-Light" es un generador de ideas musical Zappescas, arrojadas una detrás de otra en un torrente implacable y complejo, que suena a veces como si varias orquestas robot se hubieran vuelto locas, pero que a pesar de todo transmite un sentimiento de control compositivo total. Otra noche, en el estudio de Zappa, le vi dirigir el Ensemble Modern, un grupo de música contemporánea de Frankfurt, en una larga improvisación orquestal que incluía el recitado de una carta al editor de PFIQ, una revista de body-piercing fetichista. Todo esto mientras un didgeridu —un largo instrumento con forma de tubo de los aborígenes australianos— era soplado dentro de una cafetera llena de agua, produciendo unos enfermizos sonidos gorgojeantes que hacen que Frank se tenga que tapar la boca con la mano para aguantar la risa. Después le pregunto sobre el didgeridú acuoso. Dice: "Es una de mis mejores ideas".
Probablemente se ha escrito más sinsentido —tanto a favor como en contra— sobre Zappa que sobre cualquier otro compositor popular contemporáneo. Esto debe ser porque el alcance de la música de Zappa está más allá de la mayoría de sus admiradores, y porque su impertinencia siempre confirma las peores sospechas de sus críticos (una vez dijo: "El periodismo rock es gente que no sabe escribir entrevistando a gente que no sabe hablar para gente que no sabe leer"). Pero la personalidad de Zappa era sólo un aspecto de su prodigiosa producción. En el momento de su muerto, tenía una serie de álbumes preparados, incluido "Civilization: Phaze III", que incluye "N-Light".
Lo que nos ha mantenido a mí y a tantos otros bullendo con la música de Zappa durante los últimos veintisiete años ha sido la emoción de apuntarnos al viaje de una mente crítica que siempre estaba empujando hacia territorios inexplorados. El trabajo de Zappa estaba hecho de inspiraciones e insultos; subvirtió humor con humor con ediciones ágiles, paradas repentinas, cambios de tiempo inesperados, y gruñidos cómicos. Bastantes veces, cuando me enfrento a un dilema en mi propio trabajo, me pregunto a mí mismo: "¿Qué haría Zappa?" Hizo falta Zappa para idear —y ejecutar— una fusión de R&B profundamente sentido con los rigores rítmicos y armónicos de Igor Stravinsky y Edgard Varèse. ¿A quién sino a Zappa le podía igual Muddy Water y Anton Webern, Howlin' Wolf y Conlon Nancarrow? Sus discos y películas muestran el progreso de un compositor divertido y disgustado abordando un problema musical tras otro: la educación continua de adicto al trabajo genial.
Matt Groening
Traducción de Román García Albertos